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Picasso y el Ballet

Published in October 1997 in Revista Pauta

La pintura no es más que búsqueda y experimento. Nunca me planteo una pintura como obra de arte. Todas ellas son búsquedas. Busco incesantemente y en esta búsqueda hay una secuencia lógica. Es un experimento en el tiempo.

Con estas palabras, un Picasso de 75 años nos revela en voz alta su actitud frente al proceso de creación. Hagamos un poco de memoria y situemos este espíritu inquieto en el París de principios de siglo. Presentémosle de la mano de Varese a Cocteau, por tanto a Diaghilev, Satie, Stravinsky, y, por supuesto, a nuestros Ricar­do Viñes y Manuel de Falla. Permitamos que su primera esposa, la bailarina Olga Kokholova, añada unas gotas de Chanel al conjunto y, en vez de agitarlo, dejémos­lo reposar. La combinación no puede ser más perfecta.

Desde su primera aventura en Parade (1917) hasta su más comprometida en Mercure (1924), Picasso, fascinado desde niño con el mundo del disfraz y el es­pectáculo –el circo y los toros en primer plano–, va a vivir un idilio con el ba­llet. Serán años de música por todas partes: ensayos con pianistas repetidores y orquestas en el foso, y conversaciones interminables con compositores, di­rectores de orquesta, coreógrafos y bailarines. Para todos ellos habrá retratos. El contacto con este nuevo mundo va a despertar en él esa escondida faceta teatral, y con su personalidad arrolladora, acabará influyendo en todo. En esta época, a la que pertenecen Parade, El sombrero de tres picos y Pulcinella, su entrega fue exhaustiva a la creación de obras originales: telones, decorados y vestuario. Sin embargo, a partir de 1924 sus colaboraciones serán aisladas y de menor dedica­ción, y en la mayoría de los casos utilizará obras inicialmente creadas para otros fines. Es el caso de Le train bleu (1924), Le rendez-vous (1945), L’après-midi d’un faune (1922 y 1960) e Icare (1962).

Cuadro flamenco y Mercure fueron creados en esos primeros años de experimentación y gran interés por la escena, y por menos conocidos, merecen más detenimiento.

Suite de Danzas Andaluzas

La pasión de Picasso por la raíz popular española enlaza a la perfección con la preocupación de Falla por reflejar en sus obras un nacionalismo musical auténtico, promulgado por su maestro Felipe Pedrell. Propiciada por Serge Diaghilev, director de los Ballets Rusos, la unión de estos dos andaluces universales da como resultado El sombrero de tres picos (1919), uno de los hitos de la cultura musical de España. La mejor muestra de lo que Adolfo Salazar ha designado como “españolismo integral”. Después de Pulcinella (1920), Diaghilev vuelve otra vez la mirada hacia España, y en esta ocasión utilizará el flamenco de fondo musical. Naturalmente, el artista malagueño, a quien le encanta el cante andaluz –según cuentan, cantaba con voz baja y acompasada, “por bajines”–, se apunta a la nueva aventura: Cuadro flamenco (1921). Sin embargo, el resultado va a ser diferente al de El sombrero de Tres Picos.

El director ruso quiere que Stravinsky –¿por qué no, Falla?– repita la experiencia de Pulcinella pero esta vez nada de arreglar y orquestar Pergolesis: hay que entrarle a la seguiriya gitana. Nada menos. Se recorren juntos todos los tablaos de Madrid y Sevilla en busca de un cuadro de artistas, y cuando Diaghilev lo ha encontrado, el compositor dice que no, argumentando que esa música perdería toda su esencia con la menor modificación. De esta manera, el cante, la guitarra y las palmas –sin aditivos–, se convertirán en los únicos protagonistas musicales de Cuadro Flamenco.

Esta Suite de danses andalouses, como figuraba en el programa, constaba de los siguientes números: La malagueña, Tango gitano, La farruca, La jota aragonesa –capricho de Diaghilev, seguramente–, Alegrías, Garrotín grotesco, Garrotín cómico y Sevillana. Más de una docena de artistas se reunían en el elenco de bailarines, cantaores y guitarristas. Entre ellos María Dalbaicía –bautizada así por Diaghilev– y Maté el Sin pies –personaje escapado de un esperpento de Valle­-Inclán–, encargado del Garrutín grotesco.

Precedida por la Scheherezade de León Bakst con música de Rimsky-Korsakov, Cuadro flamenco se estrenó en el Teatro de la Gaieté Lyrique de París el 22 de mayo de 1921 con muy buena acogida de público. Posteriormente fue también representada en Londres, pero no llegó a incluirse de manera permanente en el repertorio de los Ballets Rusos.

Un ballet “Deco”

Douglas Cooper en su excelente libro Picasso Theatre afirma que el artista se sirvió del ballet como “laboratorio” donde experimentar nuevas técnicas y posibilidades expresivas, las cuales aplicaría posteriormente en su obra individual.

En 1924 se van a combinar una serie de circunstancias que permitirán a Picasso abordar su proyecto más personal y ambicioso: Mercure “Poses plastiques”. Las cinco producciones de ballet de los años anteriores –todas con Diaghilev– le alientan en lo que será su mayor experimento. Además tendrá dos excelentes compañeros con los que ha compartido otras aventuras, y que le ofrecerán su apoyo incondicional: su amigo el gran bailarín y coreógrafo Léonide Massine–-para quien Falla escribió la Farruca de El sombrero de tres picos– y Erik Satie, el compositor de Parade.

Esta vez, Massine es el único responsable de la coreografía y además bailará el papel protagonista. El arte del gran bailarín se pondrá a disposición del pintor, quien quiere estudiar las posibilidades del cuerpo para crear una serie de “Poses plastiques”: imágenes plásticas vivas en movimiento que den como resultado un cautivador espectáculo visual. El tema del ballet, tomado de la mitología clásica –estamos en plena vena neoclasicista, Falla ha estrenado El Retablo un año antes– nos muestra una serie de episodios relativos a la voluble personalidad del dios Mercurio: mensajero de los dioses, dios de la fertilidad, pero también mago, timador y defensor de los maleantes.

Satie, gran admirador del artista malagueño, recibió siempre de buen grado las propuestas de éste, y probablemente fue el compositor con el que Picasso encontró mayor afinidad estética. Desde su primer encuentro, Satie queda seducido con las ideas del artista. En Parade éstas acabaron por prevalecer sobre las de Cocteau –autor del libreto–, y ayudaron a que la música ocupara un lugar más relevante del que se proponía originalmente. Acerca de Mercure, Satie dice: “Es un espectáculo puramente decorativo en el que he intenado interpretar musicalmente la maravillosa contribución de Picasso”. Qué mejor componente para un espectáculo “decorativo” que una “musique d’ameublement”, como el compositor gustaba designar su propia música.

No es casual que al año siguiente del estreno de Mercure se celebre en París la Exposición Internacional de Artes Decorativas e Industriales Modernas. Antonio Gallego, en su gran trabajo Manuel de Falla y El Amor Brujo, propone el ballet de Falla como muestra de “proto Art Déco”, lo que refuerza la idea de que posiblemente este movimiento afectó a las demás artes más de lo que imaginamos. Mercure es heredero directo de Parade, y, no por azar, con el mismo com­ positor, Picasso abre y cierra un ciclo de siete años de intensas colaboraciones con el ballet. La obra se crea dentro de un espíritu sin pretensiones, satírico e irreverente, que la música de Satie subraya magníficamente trasladándonos al ambiente del “music-hall” y del cinematógrafo. Con una plantilla orquestal del tipo de las utilizadas en nuestras zarzuelas, el compositor escribe una instrumentación “delgada” como, también satíricamente, el director de orquesta Ernest Ansermet definió la de Parade. No faltan los toques de humor protagonizados por el fagot y la tuba, ni el ambiente circense de la caja, el bombo y los platillos.

La obra comienza con una divertida marcha con esencias de “rag”, que nos anuncia el tema del protagonista, Mercurio. De los doce números del ballet hay que destacar la Danse des Grâces (Mouvement de Valse), con la que se abre el segundo cuadro. Hay en ella un pasaje con el tema en los contrabajos que nos recuerda a otra obra divertida e irreverente, la cual, a pesar de los esfuerzos de su autor por mantenerla como juguete personal, se le escapó de las manos: El Carnaval de los animales de Camille Saint-Saens. Para relajarse después del vals, las Gracias se toman un baño (Bain des Grâces. Très calme) acompañadas por la cuerda, eso sí “con sordina” y “sans aucune nuance” para evitar sobresaltos. En tiempo de marcha, como al inicio, finaliza la obra con el Rapte de Proserpine.

Mercure fue estrenado en el mes junio de 1924 en el Théâtre de la Cigale, dentro de las “Soirées de Paris” del conde Étienne de Beaumont. Sin pretenderlo, desde el ensayo general este ballet dio lugar a un sonado escándalo aireado por algunos jóvenes miembros el recién formado grupo surrealista, quienes acusaron a Picasso de traidor. Después del estreno, una carta de Hommage à Picasso en el Paris-Journal, firmada por artistas e intelectuales –entre ellos Poulenc, Auric y varios “viejos” surrealistas–, contrarresta la intransigencia de los “jovencitos” y tranquiliza las conciencias de todos.

lntentos de un nuevo idilio

A partir de Mercure el interés de Picasso por el ballet empieza a decaer. Años antes, sin embargo, pudo haberse producido su continuidad con la música por otras vías. Retrocedamos a 1922, año en que Diaghilev es nombrado director artístico de la Ópera de Montecarlo y establece allí sus Ballets Rusos. En su nuevo puesto está obligado a programar ópera y quiere contar con la colaboración del pintor malagueño. Hay varios intentos pero sin resultado. No es la primera vez que el espíritu innovador y burlón de Picasso supera la capacidad de riesgo de Diaghilev –al fin y al cabo, empresario–, y el artista está empezando a cansarse de este tira y afloja. En esta época se dieron las condiciones perfectas para que Picasso hubiera entrado de lleno en un mundo de nuevas experiencias, cuyo resultado podría haber sido el comienzo del idilio con otro gran espectáculo: la ópera.

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